Diez años en Segovia
Hace no mucho tiempo, o quizá ya demasiado, Segovia era una ciudad nueva también para
mí, una ciudad con una historia milenaria que estaba a estrenar en mi vida. Hoy los laberintos de
piedra que son las calles del lugar en el que vivo tienen su propia historia, mi historia y la historia
de todas las personas que las recorren y dejan una estela permanente tras ellos. Esta no es la historia
que cuento yo de la ciudad; es la historia que la ciudad cuenta de mí. El primer paso, y la primera
huella. Y todas las que siguen.
Si el sol, que brillaba alto y frío ese día de enero en el que por primera vez pisé mi casa,
pudiera hablar, cantaría las primeras estrofas de una canción que a día de hoy aun sigue sonando en
las calles de esta ciudad. La melodía de cientos de voces juntándose bajo el balcón, recorriendo una
calle llena de vida en cualquier momento del día, y que sin embargo por las noches se convierte en
un desierto de paz y aire fresco que inunda cada uno de sus rincones. Y fue la visión de este lugar
desde el balcón lo primero que me cautivó de esta ciudad teniendo solo con ocho años.
Los adoquines de la judería vieja, apiñados en esta estrecha calle, contarían las carreras
jugando al escondite, los paseos llenos de nervios e ilusión con los disfraces de pastores o duendes
míos y de mis amigos de camino a la función del colegio. Lo que tendría que decir de mi el Paseo
del Salón seguramente sería muy distinto, las caídas yendo en patines, las vueltas corriendo, las
tardes sentada en los bancos llenando sus suelos de pipas y de anécdotas. También han acabado allí
muchas noches, y no siempre con el mejor de los resultados, por eso podría hablar de lecciones
aprendidas y pasos de madurez . Pero seguramente lo mejor de este lugar sean las noches de
primavera, en las que el silencio y las luces naranjas invaden el ambiente mientras el perro corretea
por todas partes, y es sin duda el momento en el que te encuentras de cara contigo mismo, con todo
el tiempo para pensar y reflexionar que desees.
La Plaza Mayor de Segovia y la “dama de las catedrales” me han visto crecer y cambiar,
pasando de esos juegos alrededor del quiosco de música y las carreras para coger el autobús al
conservatorio, a los cafés y cañas en las terrazas, las idas y venidas al teatro y las escapadas a la
calle de los bares.
Si las calles del barrio de las canonjías pudieran hablar, seguramente no dirían nada, y
guardarían todos los secretos que han ido encerrando a lo largo de los años. Y alejándome de esa
zona... la fuente Fuencisla relataría las batallas de globos de agua más épicas que haya podido
contemplar el Alcázar en toda su historia, y cómo el bando derrotado terminaba al sol intentando
secarse para luego no ser regañado por sus madres.
Si la estatua de Juan Bravo cobrara vida por un momento podría rememorar todos los
conciertos y espectáculos que se han dado a sus pies, bajo el sol de mayo en titirimundi o con el frío
de noviembre o diciembre, siempre hay valientes que no temen a compartir con los demás su arte y
su vida y siempre hay valientes deseando estar allí para ver y oír todo lo que se tenga que transmitir.
También confesaría haber sido testigo de las mayores discusiones pero también de las mayores
reconciliaciones de mi vida.
El jardín de los poetas, escondido al lado del alcázar, mirando de lejos los paisajes que
rodean Segovia, contaría como desde hace poco tienen muchos nuevos amigos, de madera y tela,
que le acompañan. Este es el sitio contiene a su lado la historia de quien por su pasión por el arte y
búsqueda de la perfección, ha dado vida y movimiento a mecanismos y materiales hechos con sus
propias manos. Es el sitio donde está la obra de una de las personas que más me han inspirado en mi
vida, y que como todos los abuelos ha dado lecciones impagables.
Los arcos del acueducto han visto esperas bajo sus arcos, meriendas a sus pies, la emoción
de montarse en el tiovivo de Titirimundi, las conversaciones arreglando el mundo de cualquier
noche, los berrinches, los nervios yendo el primer día a la universidad, las prisas por ir a uno u otro
sitio y esta última foto antes de irme a casa tras recorrer los lugares que he pisado una y tantas
veces, intentando descifrar en sus rincones qué han visto de mi, y aunque sea imposible escribir
todas los momentos vividos y todas las sensaciones que estos lugares me han trasmitido, este es el
resumen de algunos de los recuerdos que más rápido me han venido a la mente.
Se podría decir que al igual que todas esas flores que crecen entre las piedras de esta ciudad,
mi vida aquí ha estado llena de piedras, pero también llena de felicidad, y eso es lo que me ha
enseñado que en nuestro paso por el mundo debemos guiarnos por las cosas buenas en cada
momento, por hacer a los demás felices y hacerse feliz a uno mismo. También a ser yo misma sin
importar los juicios de los demás, y atendiendo solo al criterio de aquellos que me quieren.
Aunque a veces esta ciudad pueda parecer pequeña y asfixiante, tiene la capacidad de darte unas
grandísimas alas con las que volar, y crecer ante las dificultades, como crecen esas flores entre las
piedras. Bonitas. Porque no les importa que los demás digan que ahí no pueden crecer.
Huellas de la ciudad
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